miércoles, 3 de abril de 2013

LA HIENA DE QUERÉTARO


Claudia Mijangos: "La Hiena de Querétaro"



“Recargada en una reja que da hacia la celda del ala psiquiátrica, Claudia Mijangos está pensativa. Su mirada es fría y un tanto perdida, pero no lo suficiente como para dejar ver un aire de melancolía”.
Diario de Querétaro


Claudia Mijangos Arzac nació en Mazatlán, Sinaloa (México) en 1956. Su infancia y adolescencia fueron felices, no sufrió maltratos y tuvo sus necesidades materiales y afectivas resueltas. Estudió la Carrera de Comercio. Cuando era una jovencita, fue elegida Reina de Belleza en Mazatlán. Al morir sus padres, le dejaron una cuantiosa herencia. Poco tiempo después se casó y se trasladó a vivir a Querétaro con su esposo, Alfredo Castaños Gutiérrez, a la calle Hacienda Vegil nº 408, Colonia Jardines de la Hacienda.



Claudia Mijangos el día de su boda


Él era un empleado bancario, ocho años mayor que ella. En su nueva ciudad montó una exclusiva tienda de ropa en el Pasaje de la Llata, donde algunas de las mujeres más prominentes de Querétaro compraron sus vestidos.



La calle Hacienda Vegil


De formación católica, Claudia Mijangos fue maestra de Catecismo, Ética y Religión en el Colegio “Fray Luis de León”, donde estudiaban sus tres hijos: Claudia María, de once años; Ana Belén, de nueve; y Alfredo Antonio, de seis.



La casa de Claudia Mijangos


Pero Claudia comenzó a mostrar fuertes problemas psicológicos, a tal grado que el matrimonio pronto se volvió insostenible. Ella y su esposo se divorciaron y Claudia se quedó con la custodia de sus tres hijos. Siguió al frente de su tienda de ropa y dando sus clases de religión, pero la gente que la rodeaba pronto notó que los disturbios emocionales de aquella mujer se iban acentuando. En la escuela donde sus hijos estudiaban, daba clases un joven sacerdote, el padre Ramón. Claudia se obsesionó con él; muchos afirmaban que eran amantes, aunque otros negaban tal versión. Él y otro cura, el padre Rigoberto, hablaban constantemente con ella.



Claudia con su esposo, Alfredo Castaños Gutiérrez


Durante varios días, Claudia había escuchado voces extrañas. No quiso comentárselo a su ex esposo, pues él siempre había afirmado que “estaba loca”. El 23 de abril de 1989, Alfredo Castaños se llevó a sus hijos a una kermesse de la escuela. Cuando llevó a los niños de regreso, tuvo una fuerte discusión con Claudia. Sabía el asunto del sacerdote y además quería regresar con su ex esposa. Ella se negó; defendió sus sentimientos hacia el cura y su ex esposo, muy enojado, le dijo que “se iba a arrepentir”. Luego se fue. Claudia cerró la puerta y echó llave. Subió a darle la bendición a sus hijos y fue a acostarse.



Claudia María, la hija mayor, en una fiesta escolar


Unas horas después, el 24 de abril de 1989, aproximadamente a las 05:00 horas, cuando aún faltaba un buen rato para que amaneciera, Claudia Mijangos se despertó. Las voces en su cabeza eran tan fuertes que habían interrumpido su sueño. Le decían que Mazatlán había desaparecido y que “todo Querétaro era espíritu”. Estuvo un rato escuchándolas, tratando de decidir si eran reales o no. Después se levantó y se vistió completamente. Fue a la cocina y tomó tres cuchillos. Sus hijos aún dormían tranquilamente, pero Claudia había decidido matarlos.



El mueble donde guardaba los cuchillos


El primero en ser atacado y el primero en morir fue Alfredo Antonio, el niño más pequeño, quien fue agredido mientras dormía en su cama. Claudia Mijangos se apoyó sobre la cama del niño, lo tomó de la mano izquierda y a nivel de la articulación de la muñeca, le ocasionó la primera herida. El niño, al sentirse herido, realizó un movimiento instintivo de protección, pero su madre siguió cortando; lo hizo con tal frenesí que le amputó por completo la mano izquierda. El niño gritaba de dolor y terror. Su madre le trató de cortar entonces la mano derecha; casi consiguió arrancársela también. Después le propinó una serie de cuchilladas hasta matarlo; ya muerto, siguió hundiendo el cuchillo muchas veces más.



La recámara de Alfredo


Claudia Mijangos cambió de cuchillo; había decidido utilizar uno diferente con cada uno de sus hijos. La segunda en ser atacada fue Claudia María, de once años, quien fue apuñalada seis veces. Herida de muerte y con los pulmones perforados, la niña aún alcanzó a salir del cuarto tratando de protegerse. "¡No mamá, no mamá, no lo hagas!", gritaba. Los alaridos de dolor y desesperación fueron tan fuertes, que los vecinos se despertaron. Pero decidieron no intervenir. Claudia tomó entonces el tercer cuchillo y apuñaló en el corazón a su hija menor Ana Belén, de nueve años, quien no opuso mucha resistencia.



La recámara de las niñas


Después bajó las escaleras corriendo en busca de la agonizante Claudia María, quien se había desmayado, boca arriba, sobre el piso que dividía la sala del comedor. Volvió a apuñalarla. Luego la arrastró hacia la planta alta y colocó su cuerpo inerte en la recámara principal, junto con sus hermanos. Los apiló sobre la cama King Size como si fueran leños, uno encima del otro, y los cubrió con una colcha de color naranja con adornos blancos. Limpió dos de los cuchillos, tomó el tercero y se hizo cortes en las muñecas y en el pecho, tratando de suicidarse.



El lavabo ensangrentado


Verónica Vázquez, amiga de Claudia, llegó por la mañana. Tocó y le abrió Claudia, con la ropa empapada de sangre y la mirada extraviada. Verónica entró a la casa, pues supuso que su amiga había sido atacada. Luego vio los cadáveres. Claudia desvariaba, diciendo que los niños se habían llenado de ketchup. Verónica salió huyendo; el olor de la sangre era insoportable. Llamó a la policía de inmediato.



Las escaleras, manchadas de sangre


Cuando los agentes llegaron, ingresaron a la fuerza. El interior de la casa parecía el escenario de una película de horror. El piso de la sala y las escaleras que iban hacia la planta alta estaban manchados de sangre, al igual que el pasillo entre la recámara principal, la recámara del pequeño Alfredo, la recámara de las niñas y el baño.



La casa, la noche del crimen


A un lado de los niños estaba el cuerpo de Claudia. Su ropa también estaba manchada de sangre. Tenía los ojos entreabiertos. En la esquina de la recámara, sobre un sillón, había dos cuchillos de cocina, uno de 41 centímetros y el otro de 33 centímetros, ambos con cachas de madera en color café, limpios. Un tercer cuchillo, de 31 centímetros, se halló en la recámara de las hermanas Claudia María y Ana Belén, caído sobre la alfombra y lleno de sangre desde la junta hacia la parte media de la hoja.



El sillón con los cuchillos


Los policías pensaron que la mujer también estaba muerta, pero el comandante Adolfo Durán Aguilar le buscó el pulso en el cuello y descubrió que todavía estaba viva. Llamaron a la Cruz Roja; la trasladaron al Hospital del Seguro Social, situado en la avenida 5 de Febrero esquina con Zaragoza. "Mis niños están dormidos en la casa", declaró Claudia Mijangos cuando despertó en el hospital, ante las preguntas de la agente del Ministerio Público Investigador, Sara Feregrino Feregrino. "Yo quiero mucho a mis hijos, son niños muy buenos y no son traviesos". La asesina estaba sedada y amarrada de pies y manos. Se le tomó su primera declaración el 27 de abril de 1989 a las 11:30 horas, tres días después de que masacrara a sus tres hijos.



Los cadáveres


Luego añadió más cosas, responsabilizando del crimen al sacerdote al que supuestamente amaba: "El padre Ramón me hablaba telepáticamente, él influyó para que me divorciara, pero como mi madre era un freno moral para que me uniera a él, el padre Ramón con maleficios mató a mi madre, como me sigue trabajando mentalmente para poseerme y también mi marido quiere regresar conmigo y me trabaja mentalmente, fue tanta la presión que me descontrolé". Después, cambió su declaración y dijo que no se acordaba de nada, que la había despertado su amiga que tocaba a la puerta de su casa y que después la habían trasladado al hospital. Hablaba de sus hijos como si estuvieran vivos.



El vestido de Claudia Mijangos, empapado en sangre


Los periódicos condenaron su crimen y la bautizaron como “La Hiena de Querétaro”. Aunque en un momento su abogado defensor, Julio Esponda Ugartechea, trató de inculpar a su ex esposo en el crimen, los exámenes neurológicos determinaron que Claudia padecía un trastorno mental orgánico: epilepsia del lóbulo temporal, acompañado de una perturbación de la personalidad tipo paranoide, por lo que se suspendió el procedimiento penal ordinario y se acordó aplicar una medida de seguridad de treinta años por el triple filicidio, la pena máxima contemplada en esa época.



Claudia Mijangos en el hospital


El 23 de enero de 1992, fue trasladada del CERESO Femenil Sur de la Ciudad de México a Querétaro. Claudia Mijangos Arzac quedó recluida durante más de veinte años en el anexo psiquiátrico del Reclusorio de Tepepan. Su pelo encaneció y comenzó a utilizar anteojos. En 2007 la operaron de la glándula tiroides. Pese a los años de reclusión, nunca recibió visitas de su familia.



Los titulares



Cuando se encuentra tranquila, Claudia Mijangos comparte su celda con la francesa Florence Cassez, quien fue sentenciada en 2009 a sesenta años de prisión por el delito de secuestro. Según los testimonios de algunas enfermeras, cada vez que hay luna llena, es necesario encerrar a Claudia Mijangos en una celda especial, debido a que se torna muy agresiva. Su padecimiento es incurable y es poco probable que, si sale, pueda rehacer su vida de alguna manera.



Tras las rejas


El llamado “Cazafantasmas Mexicano”, Carlos Trejo, mostró en un programa televisivo conducido por Adal Ramones, un video con la supuesta aparición de los hijos asesinados de Claudia Mijangos y una supuesta grabación donde los espíritus de los niños gritaban “¡No, mamá!” Ella estaba viendo televisión en la prisión y le tocó ver la transmisión; tuvo una crisis nerviosa y tuvieron que sedarla. Permaneció bajo vigilancia médica por semanas.



Carlos Trejo


Nadie reclamó la propiedad donde todo ocurrió; la casa pertenece a Claudia Mijangos, quien la adquirió en 1985. Muchas versiones afirmaban que dentro de la casa se escuchaban por las noches llantos y gritos, que se veían luces y sombras en el interior de la casa y que un niño pequeño se asomaba a las ventanas. Los habitantes de las casas vecinas se organizaron entonces para exigir a las autoridades mayor seguridad. Sin embargo, las patrullas que se colocaron en las afueras del inmueble funcionaron sólo durante un corto periodo y los curiosos siguieron introduciéndose subrepticiamente a aquel lugar, ya abandonado. Con el tiempo, la casa donde ocurrió el triple asesinato fue cerrada por completo: se colocó alambre de púas, se levantó un muro y, curiosamente, no se dejó ninguna puerta.



La casa actualmente, completamente tapiada

jueves, 28 de febrero de 2013

"El Mataindigentes" EL ASESINO TAPATIO


"El Mataindigentes"

 


“Estaba seguro de que todos en la ciudad pensaban igual, pero el ciudadano promedio es un hipócrita que se decanta por la moral del esclavo (…) Enero es un buen mes para iniciar nuevos proyectos. Probablemente en diciembre realizó una lista de propósitos para el Año Nuevo. Dejar de fumar, hacer ejercicio, asesinar indigentes…”
Norma Lazo. Sin clemencia


Enero de 1989. La ciudad de Guadalajara, Jalisco (México) vivía un invierno frío. No existían aún los albergues públicos que se implementarían más de una década después. La crisis económica que desde siete años antes se vivía en México se reflejaba en el gran número de mendigos, niños de la calle y personas sin hogar que vagaban por las aceras de la enorme ciudad, la segunda más grande del país.



La ciudad de Guadalajara


Un hombre contemplaba aquel espectáculo con enojo. Un rencor sordo crecía en su interior; despreciaba profundamente a los indigentes, le molestaba que le pidieran monedas y que a veces lo tocaran en el brazo, exhibiendo ante él las llagas, los dientes podridos, la ropa astrosa, las costras de mugre en la piel, el cabello hirsuto y el insoportable olor de su cuerpo. La basura viviente de la urbe. Y odiaba sobre todo la actitud, que variaba entre los gemidos lastimeros y una descarada exigencia.



Una mañana tomó la decisión. Desde varios años atrás le gustaban las armas. Poseía una en especial, que consideró la más adecuada para llevar a cabo su labor, para ejecutar el trabajo de un Ángel Exterminador que limpiaría las calles de Guadalajara. Se vistió adecuadamente, con ropa negra y una gabardina del mismo color; algunos afirmarían inclusive que portaba un sombrero y que utilizaba un bastón, pues cojeaba. Tomó su pistola, una calibre 7.65 de origen italiano, la cual había dejado de fabricarse años atrás y cuyas balas eran producidas únicamente por Remington y Winchester. Una pistola de colección destinada a cumplir una misión redentora. Subió a su auto, un Volkswagen sedán, y se dirigió a iniciar su cruzada.



El arma


Su primera víctima dormía en la banqueta, acurrucado a causa del frío. El asesino apuntó con cuidado y disparó una sola vez. La bala le atravesó la cabeza al hombre, un pordiosero de alrededor de sesenta años. Luego se alejó sin prisa alguna, dejando el casquillo de la bala en el suelo, a propósito: era su firma. Había atacado en uno de los barrios bajos de Guadalajara. Cuando la policía encontró el cuerpo, no le dio mayor importancia; la muerte de un indigente, aunque hubiera sido ejecutado, a nadie le interesaba.



La primera víctima


El segundo murió días después en circunstancias similares; apareció muerto en otra banqueta, con el disparo en la cabeza y el casquillo a un lado. La policía se dio cuenta de que se trataba del mismo calibre y que además era un arma extraña, de colección. Pero rastrearla era una labor ardua. El gobierno no destinaría recursos a una investigación en la cual las víctimas eran los mendigos de la ciudad, los ciudadanos de quinta clase.



La segunda víctima


El tercer indigente fue ejecutado poco después. Moría uno cada dos semanas, en promedio. La similitud de los crímenes trascendió a la prensa, quien de inmediato publicó la sensacional noticia: un asesino en serie asolaba Guadalajara. Lo bautizaron de inmediato: “El Mataindigentes”.



Febrero y marzo trajo nuevas víctimas. El quinto asesinato se cometió en el Sector Libertad, con el disparo certero en la región occipital. Era obvio que se trataba de un tirador profesional, un policía o un militar. El sexto asesinato lo cometió a plena luz del día y en una de las calles más transitadas de Guadalajara. Algunos testigos escucharon el disparo y vieron un Volkswagen color azul que se alejaba de la escena del crimen; unos más afirmaban que el auto era blanco. Otros dieron la descripción de las ropas del hombre, aunque nadie pudo ver su rostro.



Un indigente se aleja; al fondo se ve el Volkswagen blanco


“El Mataindigentes” aceleró su ritmo; en una misma semana, ejecutó a tres pordioseros más. Los periódicos vendían más ejemplares y los noticieros locales lanzaban hipótesis sobre los acontecimientos. Psicólogos y psiquiatras opinaban sobre el perfil del asesino. La policía no tenía pistas reales, pero decían que sí, que estaban cerca de atraparlo. Entonces hubo otro ataque: un desconocido le disparó a un joven que ni siquiera parecía indigente, por la espalda, a la altura de las vértebras cervicales. La policía se lo achacó a “El Mataindigentes”, con tal de poder hallar un responsable.



La novena víctima del verdadero asesino fue un personaje célebre en los anales criminales de México. Se trataba de Vicente Hernández Alexandre, a quien se le había dado el sobrenombre de “El Raffles Mexicano”. Se trataba de un ladrón de guante blanco, de la vieja escuela, un tipo cosmopolita, un hombre de mundo que había dedicado su existencia a la alta estafa y a despojar de sus bienes a los ricos y famosos, con astucia y estilo. Hablaba varios idiomas, había viajado por todo el mundo y era un notable fotógrafo. Admirado por policías y criminales, se había vuelto un mito viviente. Sus “trabajos” eran limpios, sin armas, sin violencia, sin forzar puertas o cerraduras y sin dejar huellas. Cuando fue arrestado, los medios se disputaban las entrevistas con él. Una de sus reglas era jamás lastimar a nadie, y había cumplido ese precepto a cabalidad: sus delitos nunca cobraron una vida, ni usó la violencia.



Vicente Hernández Alexandre, “El Raffles Mexicano”


Al salir de la cárcel, se encontró al descubierto: no podía regresar a los círculos que antes frecuentaba. Fue envejeciendo solo, hasta quedar en la miseria. Cargaba un maletín roto, lleno de viejos recortes de prensa que hablaban de sus hazañas; se los mostraba a la gente en la calle y explotaba su añeja fama a cambio de unas monedas para poder comer; él, que había tenido joyas, casas, autos, hermosas mujeres y millones en cuentas bancarias. El ocho de marzo de 1989, “El Mataindigentes” encontró al famoso ladrón en un callejón, durmiendo, abrazando, como siempre, su ajado portafolio. Ni siquiera sabía de quién se trataba. Lo ejecutó como a los demás y después se marchó. Fue su último crimen. La noticia de la muerte de “El Raffles Mexicano” indignó a la prensa como no los había indignado su vejez miserable. Exigieron el esclarecimiento del caso. El escándalo llegó a los altos niveles de las esferas políticas y tuvo eco en la Ciudad de México.




Los titulares sobre “El Mataindigentes”


Quince días después, un elegante anciano de setenta y siete años de edad, que se dedicaba a hacer obras de caridad, fue ejecutado en la calle de un tiro en la espalda. La policía se lo atribuyó a “El Mataindigentes”, aunque la realidad es que no tenía nada que ver con su modus operandi. Pero el pánico se empezaba a apoderar de la ciudadanía. La policía patrullaba constantemente la zona donde habían ocurrido los asesinatos.



Comenzaron entonces los arrestos en falso. El Procurador General de Jalisco, Guillermo Reyes Robles, y el Jefe de la Policía Judicial, Héctor Córdoba Bermúdez, se lanzaron a buscar un falso culpable. Varios fueron los aprehendidos por error, entre ellos Salvador Reyes Partida, de cuarenta años de edad.



Otro fue Moisés Cabello Cabrera, de treinta y cinco años, a quien forzaron a firmar una declaración de culpabilidad, de la cual luego se retractó; y Jorge Figueroa, a quien no pudieron comprobarle nada. Cada vez anunciaban que habían capturado al multihomicida, y cada vez tenían que retractarse.



Investigaron en los hoteles de mala muerte que pululaban por allí y en uno de ellos encontraron a un empleado, que les dio pistas sobre un hombre que poseía un Volkswagen azul y se hospedaba allí. “Era un tipo extraño, en una ocasión lo sorprendí escuchando en la radio las noticias sobre ‘El Mataindigentes’. Parecía que le causaban mucha gracia, porque estaba risa y risa. Tenía mal una pierna, no caminaba bien”, afirmó ante los agentes.



Montaron guardia; siete días después, un hombre que respondía a la descripción dada por el empleado apareció por allí. Se trataba de Osvaldo Ramírez, de treinta y nueve años de edad. No tenía antecedentes penales.



Después de que lo interrogaron largo y tendido, confesó que había matado a su amante, un homosexual que deseaba abandonarlo. Pero no dijo nada sobre los otros asesinatos. La policía declaró que habían capturado al asesino y la prensa dio la noticia. La gente aceptó aquello sin problemas.



Y el asesino también lo aceptó. Al darse cuenta de que la policía le había cargado el rosario de crímenes a aquel hombre, “El Mataindigentes” decidió retirarse. Dejó de matar, sabiendo que con ello quedaba libre de culpa y la investigación sobre sus crímenes se cerraba. El hombre que estaba en la cárcel saldría tiempo después, cuando ya nadie se acordaba del hecho. Y solitario en algún lugar, “El Mataindigentes” contemplaría el arma que lo había ayudado en su misión, resignado al no haber podido terminarla, pero contento de seguir libre, con vida, y de haberse convertido en una oscura leyenda.